Carta para el Coronel



Codazi, Cesar, 13   de febrero de 2007

Respetado Coronel
Hace años que le escribo, tal vez esta sea la última carta, tal vez sea la primera, sin embargo, sepa Usted que hace años le escribo. Recuerda ese octubre de 1987 cuando nos encontramos por primera vez en el muelle?, Usted esperaba por leer una carta y yo comenzaba a escribirlas. Recuerdo que me dijo que la lluvia le sabía a soledad.

Hoy 20 años después, la lluvia continua, parece alimentar esta sierra que hoy nubla la mirada y que se encuentra inundada de muertos y recuerdos. Acabó de escribir para ella mi última carta. Tal y como se lo prometí a Usted, en octubre de 1997, cuando con su presencia, sembró en mí la pregunta acerca de ¿qué hacer para silenciar los gritos callados de las personas que como Usted susurran una orfandad que les ha dejado sin hijos?.

Esta última carta tal vez nunca llegué, tengo la seguridad que no llegará, sin embargo, tal y como Usted me enseño, la dignidad en este país no se come pero alimenta. Ella estaba sentada en el planchón de madera que para el efecto esa tarde servía de asiento para las treinta y cuatro personas que nos acompañaban y como las otras treinta y tres, ella esperó su turno ante nosotros infelices escribanos con pretensión de redentores. Ella como Usted a diario alimentaba algo, claro no era un gallo, sólo a un coronel como a Usted se le ocurre fincar en un gallo de pelea la dignidad. El pico y las plumas de esta mujer, se resumían en una carpeta con la foto de su hijo y la denuncia de su desaparición.

Tal y como Usted, ella lleva esperando una carta desde hace 9 años, una carta en la cual alguien le cuente de su hijo; del hijo que según su decir día tras día que se moja en la Sierra. Está segura que su hijo vive abrazado por la tierra de esa gran montaña que ahora nos cobija, que nos separa del mar y de Venezuela. Sin embargo, ella espera una carta que le cuente que la carne de su hijo ya no existe para poder dormir tranquila y que sus huesos han sido rescatados del purgatorio para ser enterrados dignamente en un cementerio.

Pero se lo prometí Coronel, y una promesa es una promesa así se tengan setenta años o siete. Entonces me dispuse a redactar en ese lenguaje extraño que  confunde, un memorial dirigido a la Fiscalía,  le explique que se llama derecho de petición. Si Usted la viera coronel, le juro que sentiría ganas de ir a fiar un sombrero y quitárselo delante de ella, ese gesto que Usted toda la vida se ha negado a realizar pero que en este caso la humildad y fortaleza de esta mujer exige.

Tendrá 70 años, sus ojos se refugian en la montaña, viste una falda y una blusa ajados por el tiempo pero llevados con dignidad, los otros treinta y tres la miran, a su espalda parlotean y en voz baja le gritan a la cara que es evangélica, ella que nunca ha usado pantalón porque su religión se lo prohíbe, los mira y continua, se acerca y tal y como Usted lo hace con su compadre, eleva la mirada y con un “hasta luego” les devuelve el rumor.

Sus pies están cansados pero su corazón guarda la esperanza, ha desenterrado un esposo, un cuñado y un sobrino, como en las novelas de García Márquez, tras cada una de las muertes, ella soñaba con el lugar donde fueron enterrados y como sólo ocurre en Macondo, ella despertaba, los buscaba y daba fin a la pesadilla de la desaparición de los seres queridos que le fueron arrebatados de su casa uno a uno. Sólo le restaba su hijo para morir en paz. Pero para ella, él habitaba en esa montaña llamada Sierra Nevada de Santa Marta, esa montaña en donde las lágrimas que nadie podía llorar por el miedo, en las noches el calor evaporaba y llevaba al cielo y en el día la lluvia las depositaba en el suelo de la Sierra como flores que los vivos llevan a la tumba de los muertos.

Coronel, con esta última carta deseo confesarle lo que todos saben en este país pero nadie habla, y es que  Usted si tiene quien le escriba. He conocido, madres, hermanas, hijos, esposas, abuelas y hasta vecinos que tendrían tanto que contarle, sólo que como en este país el tiempo, se limita por campanas que censuran y las horas se remplazan por estados de sitio o de conmoción interior, entonces la burocracia, nunca ha encontrado tiempo para enseñar a escribir y las historias se transforman en leyendas cuya voz se debilita y en las ciudades sólo se escuchan susurros, susurros que a diario forman cinturones de miseria.

Cómo Usted, ellos creyeron un día en la dignidad, y como Usted se han quedado solos, como los muertos del cementerio. Uno a uno les han desterrado, en vida o con la muerte. Ya no se escucha hablar de copartidarios, ese es un lujo que sólo se daba en su tiempo Coronel. Ellos comenzaron su éxodo con la única identidad del miedo, porque las campanas tocaron más de 12 veces y ya no comprendían que debían hacer, porque los papeles escondidos que Usted cargaba en sus bolsillos se multiplicaron y se borró toda ideología, ahora sólo queda el silencio.

Sus historias le vendrían bien Coronel, en este país donde los periódicos conjugan la palabra censura con la palabra publicidad y llenan de vacio páginas enteras, Usted se sentiría revitalizar con tantas voces que como Usted, sólo esperan una carta, una comunicación que nunca llegará y que ahora ya no llaman carta sino reparación, y tal y como le dijo su abogado, cada presidente, aconsejado por su cada ministro que a la vez es asesorado por  cada funcionario, cambia de lugar los papeles para no cambiar nada.

Ahora yo he crecido Coronel, y como lo dijera su  mujer un día, me cansé de tanta resignación y dignidad, por eso le escribo por última vez y aunque Usted hoy está muerto como muerta esta la mujer a quien le hice mi última carta, le escribo porque sé que se alegrará de recibirla, Usted y yo y algunos otros hemos desandado pasos, que ya no podremos olvidar, pasos que nos condenan a vivir en el mundo de ciegos voluntarios, pasos que en las mañanas me hacen sentir el frio del purgatorio y en las noches cuando sueño como aquella mujer, me abrazan en el fuego de la angustia de no haber podido hacer más por aquellos que con sus historias le hubieran devuelto a la vida, Coronel.

Hoy he comprobado por mi misma que en Europa, a pesar de transcurridos los años y comenzar un nuevo siglo, aún no se entiende el problema, tal vez ya no centran la mirada en un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver, ahora han decido leer nuestra realidad desde algo que llaman institucionalidad, pero Coronel, ¿Acaso en su pueblo, o en los pueblos que yo recorrí eso existe?, ¿Acaso no es la falta de institucionalidad de lo que se alimentan los políticos de este país?, ¿Acaso no es por la ausencia de instituciones que las cartas que Usted espera se han convertido en indemnizaciones que nunca llegan y  convierten en mendigos dignos a las personas?, ¿acaso no es el silencio la institución que reina por estas tierras?.

 Mi querido Coronel, hoy ya no es hoy, porque mi vida se detuvo en el momento en el que feché esta carta, ahora vago, sobrevivo día a día, intento no perderme. Me encuentro lejos, extraño su lluvia de octubre, aquí las lágrimas se congelan y se convierten en copos de nieve que pintan el paisaje. Extraño  esos aguaceros que mojan con fuerza, que empapan el alma, que renuevan la desdicha, la soledad y la esperanza.

Su compadre hoy se reproduce en el país que miro a la distancia, como un pulpo que extiende sus tentáculos, compra conciencias, derriba los muelles y las oficinas de correo, como si quisiera acabar con la esperanza. Aquí a ese pulpo le llaman clientelismo y a veces hasta se atreven a decir que eso beneficia la democracia. Entonces me pregunto, ¿Será que esa Nación y esa ciudadanía por la que Usted luchó en la guerra y  por la que yo entregué casi diez años de mi vida, existe?, o tal vez ¿Sea un mensaje que como sus cartas sólo sirve para hacernos levantar cada viernes con la esperanza de soñar algo que nunca ha de llegar?.


A diario, en las calles de esta ciudad, veo ancianos que en sus recuerdos guardan a un general de apellido Franco, el cual seguramente dejo sin respuesta las cartas que le escribían, porque los generales como él no gustan de la memoria. Yo por lo pronto, guardo un coronel que creyó en sus sueños, en que no obstante, el olvido al que fue condenado, sigue vivo en las páginas de alguien que creyó imaginarlo un día, sin darse cuenta que hasta los escritores son imaginados por la necesidad de no guardar silencio.

Coronel, espero que esta carta que nunca llegará, llegue. De mierda no se vive demasiado, yo he visto deambular por calles a mujeres, hombres, ancianos y hasta niños que se han convertido en fantasmas, pero Coronel, sepa Usted que en esta inanición no estaba sólo, que los fantasmas son despojados de la corporeidad y de su voz  pero no de la capacidad de asustar y eso es lo más aterrador.

Ahora los espectros han comenzado a levantar la tierra, las miradas están centradas en las calaveras, en los huesos, en las perforaciones de bala…, la mierda toma forma de anatomía humana y de nuevo olvida a los vivos que esperan no un cuerpo, sino noticias de un ser querido. Pronto nadie podrá callar las historias nunca escritas, sin embargo, el cielo estará tan cargado de gris, que con esfuerzo entenderemos las gotas que golpean nuestro ventana, y sólo pocos atravesaran la plaza y se permitirán sentir el agua, tal y como Usted lo hizo para ofrecer un pésame.

Hasta luego Coronel, ahora cierro mi ventana porque los fantasmas comienzan a atormentarme, o tal vez, porque nunca lo han dejado de hacer. 

Liliana Rincón